miércoles, 23 de noviembre de 2011

2.4 - Le Temps des Cerises




Le temps des cerises by Yves Montand on Grooveshark



-Tendrás hambre ¿no? –Y normal, porque no habíamos comido. Entramos en el museo sobre las doce y eran las siete cuando recién salidos del Louvre, atravesábamos el Jardín des Tuileries hacia Place de la Concorde, para tomar allí el metro.


-Pues la verdad es que sí. Me dio hambre a las dos, ya para y media, menos cuarto, se me pasó, pero ahora ha vuelto.

-Genial, porque conozco un sitio que va a gustarte.

-¿Y cómo sabes con tanta seguridad lo que me gusta? –preguntó con una sonrisa tratando de provocarme.

-Porque sí. Porque lo sé y punto –podría haberle respondido que porque llevaba una mañana entera observándole mientras le hablaba de medieval... que había visto la forma en que me miraba y había tenido que responder a sus preguntas; inteligentes, incisivas y que denotaban un interés sincero... todo un alumno aventajado, había que darle juego. 

Es cierto que el hecho de ser españoles en el extranjero ya era algo que nos unía, pero también era cierto que Ernesto tenía algo más. Había algo en él que me había llamado la atención desde que nos cruzáramos en la Place des Vosges... Quizás eran esos hoyuelos cuando sonreía, o esos movimientos torpes y ese aire inocente, o esa mirada directa a los ojos, que es tan rara encontrar en estos días, en los que la gente parece mirar solo fijamente el móvil –pero no sigo por ahí, porque me pongo moralista y no es la intención. 

Estaba segura de que mi móvil sonaría en algún momento de esa mañana, pero recibir aquella llamada, y además tan pronto, despertó en mí una alegría desmedida. Habíamos estado de copas hasta tarde, la noche anterior, y ya cuando estábamos volviendo a casa un poco borrachas, Ana empezó a preguntarme por él y a ponerse pesada, como cuando éramos adolescentes y salíamos los sábados, con la ansiedad de encontrarnos con el chico de turno que nos gustaba. Tal vez por eso me acosté pensando en él. Tal vez por eso su llamada esa mañana me hizo tanta ilusión. O tal vez no fue por eso... 

Llevaba bastante tiempo sin una “pareja estable”. Después de un fracaso amoroso, una gran desilusión de esas que no te dejan levantarte de la cama y te sumen en la peor de las miserias humanas, estaba muy desengañada de eso del amor. Claro que salía con hombres, pero o perdía el interés después del tercer polvo o me daba cuenta que valían más como amigos que como potenciales parejas frustradas.

Mi madre me decía que me iba a morir sola, si seguía viviendo de esta forma –léase sin cumplir el estereotipo de noviazgo-casamiento-hijos-hipoteca-esclavitud. Había aprendido con los años a hacer oídos sordos a ese tipo de comentarios. De esa forma nuestra comunicación se limitaba a un 80% de monólogos por su parte, que yo ya ni siquiera escuchaba, y a un 20% que se repartía en cotilleo banal sobre la familia y los vecinos, y de vez en cuando algo de política.

Mi padre jamás había tenido opinión propia o la tenía pero no se atrevía a expresarse por miedo a contradecir alguna de las ideas de su mujer. Había perdido así por completo su individualidad, resignándose a ser el anexo de otro ser que controlaba hasta sus sentimientos. Cuando de adolescente fui consciente de esto, traté de salvarlo, pero ya era tarde: la situación requería un cambio radical y mi padre no estaba dispuesto a dejarlo todo. En ese momento me prometí a mi misma nunca dejar de ser yo misma. 

Mientras caminábamos hacia el metro, atravesando aquel parque hermoso de las Tuileries, pensaba en que hacía tiempo que no me sentía tan a gusto con un hombre, y cuando le cogí la mano y él la sujetó fuerte, entrelazando sus dedos con los míos, sentí como me corría por dentro un entusiasmo que ya no recordaba. Vi como me miraba de reojo, tratando de percibir algún mensaje en mi rostro, en un intento de descifrar el impacto que aquel acto había tenido en mí. Le devolví una sonrisa, aunque pienso que un beso hubiese sido más representativo de mis intenciones. 

Luego de permanecer cogidos de la mano durante todo el trayecto -ni para el transbordo en Bastille nos soltamos, sólo nos separamos para comprar el billete y pasar los portones con torno, con los que infructuosamente tratan de evitar que la gente se cuele en el metro –emergimos en el 13ème arrondissement, en la estación de Place d’Italie, la salida del centro comercial, la que es diametralmente opuesta a la Maîrie du 13ºème. Le llevaba a uno de mis sitios favoritos, situado en uno de mis barrios favoritos. 

Caminamos por el boulevard de Auguste Blanqui, lo justo para llegar a la intersección con la calle de los 5 Diamands. La enfilamos a paso lento dando un paseo. Es una calle estrecha, de un solo sentido para el tráfico, con edificios no muy altos, de o tres plantas sobre el nivel de calle. El 13ºème es un barrio muy interesante, tal vez por ser muy contrastado. En esta zona en concreto, uno sentía la familiaridad de un pueblo o de una pequeña ciudad de provincias. Mientras paseábamos le contaba la historia de la Comuna de París de 1871, de cómo había tenido precisamente aquí su última resistencia y de que eso se respiraba en el peculiar ambiente del barrio. Dejamos atrás dos buenos restaurantes en la encrucijada con la callejuela Jonas, con la promesa de que al que le llevaba le iba a enamorar. La hablé de “Le Temps des Cerises”; la época de las cerezas; una canción de amor que se convirtió en el himno de la Comuna. Unos metros adelante, allí estaba; con el cierre echado, la tienda de la asociación de amigos de la Comuna de París. Recorrí en silencio el modesto escaparate y él conmigo. Mis ojos volaban de los pañuelos rojos que colgaban aquí y allá, a las tapas de los libros, hasta detenerse en una postal conmemorativa que todo indicaba que había sido en parte decorada a mano con tinta roja y negra.

-¡Mira, Ernesto, esta es Louise Michel! –le dije entusiasmada, como sabía que él no la conocía, continué -fue una educadora y escritora y desempeñó un importante papel durante la Comuna, sobre todo en lo relacionado con los derechos de la mujer. Después de la semana sangrienta, la deportaron un montón de años a Nueva Caledonia... –continué hablándole de ella, contándole batallitas, mientras la calle desembocaba en una pequeña plaza triangular en su intersección con la calle de la Butte-aux-Cailles, el verdadero corazón del lugar. Todo estaba como lo recordaba; la Brasserie “Le Diamand”, la poste, la pequeña librería, el restaurante de crêpes y gallettes bretón...y por supuesto; “Le Temps des Cerises”...

-Aquí es –dije satisfecha –este sitio es una cooperativa obrera de producción, los camareros son los dueños del restaurante y el fruto de su trabajo revierte solo en ellos.

-¡Tú! Qué rojilla eres, ¿no? –dijo riéndose.

-Un poquito –respondí simplemente, con un guiño de ojo –Ven. Vamos a entrar, que está libre el sitio que me gusta.Una mesita para dos en frente de la barra y con vistas a las calle. Se notaba que Ernesto estaba entusiasmado; más que eso, estaba como un niño con zapatos nuevos. Todo le llamaba la atención: el ambiente, los carteles, los platos del menú, el pequeño vaso de aperitif que nos tomamos mientras nos traían la comida, llamado “communard”- rojo como la sangre, elaborado a base de vinos. Pero sobretodo los camareros: su desparpajo, su buen humor, su falta total de elegancia y más que nada, que casi todos ellos me conocieran. Es lo que tiene el haber pasado siempre por ahí cuando estaba de visita en la ciudad.

Cuando salimos del restaurante, encendí un cigarrillo.

- ¿Cruzamos a tomarnos algo enfrente?

Respondió afirmando con la cabeza y con una sonrisa de alivio, ya que había sido yo la que había tomado la iniciativa de no darle fin a la velada. 

Terminé de fumar el pitillo delante de “Le Merle Moqueur”, no estaba muy lleno; aún era pronto...o tarde, siempre me costó habituarme a los horarios franceses. Le comenté que el nombre del bar era el siguiente verso de la canción después de “Le temps des cerises”. Una simbiosis perfecta. Nuestra velada había girado en torno a eso, a la canción, la Comuna, mi año de intercambio aquí en mi cuarto año de carrera... 

Entramos. Un ron con limón para él, yo mi habitual gin tonic. 

Mientras me preguntaba sobre alguna curiosidad de mi vida en París, le cogí del cuello y le besé. Deseaba sentir sus labios, desde que lo había visto esa mañana en la puerta del Louvre esperándome. Cuando separé mi boca de la suya, entonces fue él quien se acercó y me besó con la desesperación de la primera vez que se besan unos labios deseados. Su arrebato me descolocó y no pude evitar reírme

- ¿De qué te ríes?

- Nada, que simplemente no te imaginaba tan salvaje. Vienes todo el día mostrándome tu lado formal, y ahora te despachas con este beso... que me ha encantado, por cierto...

Se sonrojó y volví a besarle. Me apetecía sentirle cerca, recorrer su piel con mis labios, descubrir cada rincón de su cuerpo. Había despertado en mí la pasión ya olvidada del deseo más allá del sexo. No es que no quisiera follarlo una noche entera, es que me apetecía que me abrazara y me acariciara la cabeza mientras dormía. 

Mientras me hablaba sobre su único viaje anterior a París, en el que había estado una semana entera casi sin moverse de La Défense, yo pensaba en cómo terminaría esta noche.



Por: Caro y El Exiliado del Mitreo

2 comentarios:

  1. Encontré vuestro novela por casualidad. Y me gusta mucho vuestro trabajo. Ganas tengo de visitar este Paris. A ver si me encuentro con Shasha ;)

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    1. Querido Anónimo (qué conspirativo suena esto, jeje), seguro que en tu pueblo o ciudad hay una o varias pequeñas Sashas, solo es cuestión de salir a buscarlas... y una vez dicho que no viene haciendo falta irse tan lejos para dar con "ella", sí que es verdad que en Paris estas cosas tienen mejor sabor, jeje...

      Nos alegramos de que te esté gustando nuestra novela, puedes leer más cosas nuestras y de otros en el blog colectivo http://laletrasalvaje.wordpress.com/

      Un saludo!

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