viernes, 11 de noviembre de 2011

2.2 – Place des Vosges

Después de más de una hora de presentaciones y charlas no demasiado substanciosas, con personas de las que al instante no era capaz ni de recordar por qué letra empezaba su nombre, salí de la galería a fumarme un cigarrillo. Necesitaba un respiro, demonios, me agobiaba tanta gente y más tener que hablar con ellos en francés. Me desenvolvía bien en esa lengua, pero la falta de costumbre hacía que me resultara agotador.

Me apoyé en uno de los soportales que había frente al escaparate y encendí un pitillo. A mi alrededor la plaza ya estaba casi desierta. Caída la tarde, las rejas que daban entrada al parque interior estaban ya cerradas y solo se veía a pasar a transeúntes ocasionales; simples curiosos o personas que salían del restaurante que había en otro de los lados de la plaza.



Ana salió a hablar conmigo un ratito, pero enseguida volvió dentro para no perderse ni un instante de ser el centro de atención. Era evidente que se sentía mucho más a gusto en ese tipo de eventos que yo. Pero este viaje a París había sido totalmente improvisado y en eso ella llevaba la mayor. Así que solo podía estarle agradecida, pese a su afán de destacar en todo momento.

Ana era una vieja amiga, nos conocíamos casi desde la guardería. Vivía allí desde hacía ya algunos años. Su marido era francés. Le gustaba mucho el arte, compartíamos desde siempre esa afición, aunque solo yo había osado traspasar la barrera y atreverme con los pinceles y los carboncillos. El caso es que ella se movía por el mundillo de los artistas y los galeristas, gracias a los contactos de su marido. Y esto, como era lógico, le había permitido conocer gente bastante influyente en el medio. 

Un día me llamó diciendo que a una conocida suya, dueña de una galería, se le había caído por sorpresa su próxima exposición y que ella se había tomando la libertad de pasarle mi página Web para que viera mis obras. Al parecer, la francesa estaba entusiasmada con mi trabajo y enseguida se puso en contacto conmigo.

Ya de estudiante había comenzado a exponer, primero en bares o centros culturales, después en algunas galerías, dentro y fuera de Madrid, pero siempre de forma circunstancial y desde luego, nunca en el extranjero. Pensar en exponer en una galería en la Place des Vosges era algo digno del mejor de mis sueño.



En dos días habíamos concretado las obras que íbamos a presentar, había gestionado unos días de permiso en el instituto y un reemplazo para las tutorías de medieval. 

Lo del vuelo fue un engorro, porque nunca había trasladado mis trabajos por avión, pero al final los cuadros y yo llegamos a tiempo y en buen estado a París, con tiempo justo para tenerlo todo a punto. 

La mañana del miércoles transcurrió en el montaje de la exposición con la curadora. Era un local de dos plantas. La exposición en la planta baja; una sala con paredes diáfanas y amplios escaparates. La obra más importante fue destinada a la pared del fondo, por ser lo primero que verían los transeúntes a través del escaparate. El resto fueron colocadas en las paredes laterales, según el consejo de la galerista -aunque sinceramente nunca entendí la lógica y me pareció un orden apropiado, pero perfectamente aleatorio.


Habíamos comido estupendamente en un bistrot del Marais las tres, por cortesía de Cécile, que así es como se llamaba la dueña del sitio. Era una mujer elegante, refinada y atractiva, pese a que rondaría ya cincuenta y pico. Ana me había contado, que de joven fue modelo, había seducido a un político, diputado de L’Assemblée Générale, se casaron después de un tumultuoso y mediático divorcio, habían tenido dos hijos, y las malas lenguas decían, que él le había comprado una galería para que se entretuviese. En fin, la típica historia de la mujer guapa y el hombre rico. Una de tantas.



El resto de la tarde, me dediqué a pasear por París sin patria ni destino... necesitaba encontrar el estado mental adecuado para enfrentarme a los retos de esta tarde-noche. Así que cuando cada una se fue a atender sus asuntos, caminé hasta dar con el borde del Sena, me senté en el Pont des Arts a escuchar a un violonchelista tocar las suites de Bach, me perdí en el Quartier Latin y cuando empezaba a agonizar la tarde, volví a casa de Ana, para arreglarme un poco e ir juntas al vernissage. 



En la puesta de la galería ya había gente que nos esperaba para que diera comienzo la inauguración. Los franceses tenían todos ese vicio; siempre llegaban pronto a los sitios...

La verdad me sentía feliz y bastante halagada, pero en parte tenía la sensación de que aquella era una realidad que me era impropia. Ver mis obras como el centro de atención de franceses chics me generaba sentimientos encontrados. Ser el foco de la hipocresía de los “burgueses bohemios” -como solía llamarlos Ana -me repugnaba un poco. Sin embargo, los halagos -reales o fingidos, poco importa -eran lo de menos, lo fundamental es que la suerte me había dado la oportunidad de exponer en una de las mecas europeas del arte.



Fumaba pensando en porque me costaba tanto enseñar mis trabajos, en porqué estos actos públicos y estas puestas de largo me parecían casi una prostitución, mientras que había cientos de artista que matarían por que se les presentara una ocasión así; cuando me trajeron de vuelta a la realidad unos pasos que se acercaban hasta donde yo meditaba en silencio. Era un hombre joven, de mi misma edad o poco mayor; caminaba mirando los escaparates con la curiosidad y ese aire maravillado de los niños pequeños. Creo que ni siquiera se había percatado de mi presencia hasta que estuvimos al lado. Quizás él también andaba perdido en sus pensamientos. Se detuvo en seco, como volviendo él también al presente, y levantó la vista. 



Lo saludé en francés. Me devolvió el saludo. Por esas vocales demasiado abiertas y esa erre demasiado áspera, supe enseguida que era español, el resto de la conversación no hizo sino confirmármelo. De todas formas, continué en francés.

- Veux tu y entrer? C’est un vernissage.

Asumí que había entendido mi invitación por el contexto y por el ademán que hice con la mano, sin embargo él permaneció inmóvil, con un aire de completa indefensión que me hizo mucha gracia. Como sonrió con timidez y permaneció callado, yo seguí:

- Je t’invite. Viens! On prend un verre ensemble et tu me racontes ta vie. Si tu ne veux pas dire la vérité, tu inventes une histoire sur ton passé où tu es le prince d’un royaume lontain et inconnu qui est venu chercher sa bien-aimée.

Sabía que no entendía ni palabra de lo que estaba diciendo y yo me estaba divirtiendo bastante teniendo el control. Exponerlo a la vergüenza de la incomprensión, jugar con aquel desconocido de labios pequeños y mirada retraída me estaba alegrando la tarde.


Entonces volvió a sonreír y entró al fin a la galería.

Machaqué el cigarrillo con la punta del botín y entré tras él, a ese mundo extraño del otro lado del cristal. Pero Ana enseguida me agarró del brazo separándome de él, para seguir la ronda de presentaciones infinitas “Sasha, tienes que conocer al tío éste, está súper interesado en aquel cuadro...”

Mientras recibía los cumplidos correspondientes por parte de un francés canoso y seductor, buscaba con la mirada a aquel español desconocido. 

Tenía un aspecto serio y vestía muy formal, lo que contrastaba con el aire infantil que conservaba en su rostro. Le observaba de soslayo deteniéndose en cada obra, observando cada detalle. Estaba segura de que se hacía mil preguntas, que trataba de comprenderlo todo, que intentaba racionalizar cada trazo, cada matiz...  

Me miró de reojo y nuestras miradas se cruzaron. Fueron solo unos segundos y enseguida volví a la vista a Ana y a los franceses de turno y continuamos departiendo.

En cuanto me dieron un respiro, me acercó una copa de vino.

-Felicitaciones Sasha, veo que eres española y además toda una artista.

-Muchas gracias, no es para tanto y por cierto perdona la bromita de antes –me disculpé riendo – pero ponías unas caras que eran todo un poema.

-Ya, es que ya te habrás dado cuanta que de francés sé poquito. Hola, Adiós, gracias y algunas cosillas más y bueno, lo entiendo más o menos, sobretodo por escrito, por semejanza con el español, pero tampoco te creas.

-Luego deduzco que no vives aquí ¿Estás en París por negocios o por placer?

-Por negocios.

-A sí ¿Y qué haces?

-Cosas mucho menos interesantes de las que haces tú.

Me pareció que aquel era el primer halago sincero de la noche, lo que unido esa modesta reticencia a hablar de sí mismo, me convenció de que no perdía el tiempo conversando un poco más con él.

Se quedó hasta el cierre y cuando se resistió a acompañarnos a Ana y a mí a tomar una copa, para festejar que había vendido un par de cuadros, le obligué a jurarme que me llamaría mañana, mientras le deslizaba una tarjeta mía, en uno de los bolsillos de su camisa.

Y lo creáis o no, aunque durante la conversación había recuperado ya el aplomo y fue ingenioso a la par que discretamente galante, cuando le hice jurar esto, se le puso colorada hasta la raíz del pelo.



Por: Caro y El Exiliado del Mitreo

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