miércoles, 30 de noviembre de 2011

2.5 - Hôtel Dieu

Les jours tristes (instrumental) by Yann Tiersen on Grooveshark


“Hôtel Dieu.” Al parecer un hospital, aunque tenía pinta de edificio histórico.

No sé como había llegado hasta allí. No aguantaba más en el hotel; estaba que me subía por las paredes; así que me puse la chaqueta y eché a andar.


Casi no había podido pegar ojo, y cuando lo conseguí, lo que hice en realidad podría llamarse de muchas maneras menos descansar. 

Me había levantado como si me hubiesen pegado una paliza, y con una resaca de espanto. Fue ponerme en pie y empezar a darme vueltas la habitación. Seguía borracho.

Esto era indecente, después de casi… ¡¿Seis, siete horas?! Aún seguía ebrio… 

Pero no, lo peor no era eso… –pensaba mientras me levanta del suelo del baño, donde había tenido que acudir apresuradamente a arrodillarme frente al váter. 

Sí, causas de fuerza mayor…


Tiré de la cadena y me enjuagué la boca con algo de agua, que escupí luego en el lavabo. 

Me dejé caer en la cama tras haberme refrescado un poco. Aún estaba mareado, pero sabía que pronto empezaría a sentirme mejor; entonces me tomaría una buena dosis de ibuprofeno y tras beber algo de agua, para combatir la deshidratación que provoca el alcohol, podría ducharme y desayunar, y todo estaría bien.

Bueno, al menos físicamente… 

Si solo pudiera arrancarme la cabeza, para dejar de darle vueltas, se resolvería también lo otro…sí ya sé, entonces se jodería lo primero, ¡Dejadme en paz, que estoy de resaca!


Tenía una laguna. 

¿Grande? ¿Pequeña? A saber.

No recordaba con claridad qué había pasado, desde el momento en que un taxi me había parado frente a la puerta del hotel. El retorno a la lucidez me encontró sobre la cama, a medio vestir, y aún con una curda respetable…


Pero Sasha se había ido.

En realidad no; me había ido yo, aunque hubiese parado un taxi para ella. 

“Bueno, un placer, un beso, ya nos veremos. “

Creo que no estaba ofendida. Muy sorprendida, eso sí. Por eso la única resistencia que ofreció, fue no permitirme que le pagara el coste del trayecto de vuelta. No comprendía porque reaccionaba así. Bueno, ni yo.

La eché, eso era todo. Demasiado tarde, sin duda, pero lo hice al fin y al cabo. Un arranque de culpabilidad.

Traté de llegar desde allí; Place d’Italie; hasta el sitio donde me hospedaba, pero a saber, y con el poco francés que sabía, como para ponerme a preguntar. Así que tras mirar durante buen rato un mapa de la zona en una marquesina de autobús, como quien mira un cuadro abstracto, paré el siguiente taxi que vi pasar.


¿De haber llevado la alianza, me hubiese besado?

Me la quité casi al día siguiente a la boda. Debía ser de las pocas personas a las que daba alergia el oro, pero así era. Me picaba y no estaba acostumbrado a anillos ni a otros adornos, así que me la quité un día lavándome las manos y ahí la dejé. Después de una semana se fue a dormir al fondo de un cajón y hasta ahora. Menos mal que Julia nunca fue muy intransigente con estas cosas.


Se me había asentado el estómago, así que me levanté a buscar en mi maleta el dichoso comprimido para la resaca. Tenía la cabeza como un tambor.

Entonces vi las botellas tiradas por el suelo y llené la laguna. En realidad fueron solo unos fogonazos, no la continuidad completa. Daba igual, tampoco había ocurrido nada reseñable. Fue llegar a la habitación y tomar al asalto el maletín que había comprado para mi suegro. Tres botellas de vino francés de las que solo una había salido indemne de la quema. Una estaba abatida sobre la moqueta y a la tercera le quedaba un trago para ser rematada. Ver ese resto de vino en la botella me dio hasta nauseas.


¿Por qué había respondido al beso? ¿Por qué no le había explicado que aquello no podía ser, que aquello no estaba bien?

Porque no estaba bien ¿No?


La luz del baño era demasiado fuerte. Me lavé los dientes en penumbra. Los tenía correosos por el ácido del estómago. Salvo por la fotofobia ya me sentía algo mejor. Una ducha me vendría bien. Una ducha caliente me aliviaría por dentro y por fuera.


Había hecho lo correcto. Tarde, pero lo había hecho al fin y al cabo. Además la culpa había sido de ella, que era demasiado impulsiva. No le había dicho que estaba casado, porque ella no me lo había preguntado…yyyyy…yo no había mencionado a mi mujer para nada, porque no había venido a cuento…


El vapor proveniente de la cabina de ducha inundaba todo el cuarto de baño.

“¡Chiquillo, que te va’h a escalda’h! ¡Si e’h que te pone’h el agua cosiendo!” Hubiese dicho mi abuela, sevillana ella, muy graciosa, madre de mi madre. La mejor caldereta de choto con ajos de toda Mairena del Aljarafe y alrededores, solía jurar por la virgen de no sé qué, que le había dicho no sé quién... sí, a esa abuela tampoco le hacía mucho caso.


El vapor se había condensado sobre el frío cristal del espejo. Mi reflejo era una imagen fantasmal; una sombra a penas; y en el lugar de los ojos dos luceros, dos círculos enormes, nacidos de algún extraño efecto óptico.

Creo que era una buena metáfora de cómo me sentía yo en ese momento.


¿Si había hecho lo correcto, por qué me sentía tan mal, tan derrotado?

Aquel beso…aquellos besos…nunca nadie me había besado así. Nunca había besado yo así a nadie…

Estaba contrariado. Mucho. Mi corazón me decía que me había equivocado, que la estaba cagando.


No quería verme más en ese puto espejo, donde no se veía nunca nada. Nunca nada claro. Me vestí, bajé desayuné y me fui a tratar de despejarme caminando. 

Y aquí estaba, perdido, sin mucha idea de donde estaba, pero con el teléfono en la mano y la certeza de que tenía que hablar con ella, que esto no podía quedar así, que al menos…que al menos tenía que explicarle porqué.


-Hola –jamás hubo un hola más cargado de hielo.

-Creo que te debo una explicación, Sasha.

-En eso estamos de acuerdo.

-Sí… -no sabía como seguir –Oye, ¿Podemos vernos en algún sitio? Es que no me gusta hablar por teléfono y menos de estas cosas.

Se la oyó respirar en silencio durante un lapso de tiempo que me pareció próximo a la eternidad. Aunque estaba casi seguro de que si había contestado a la llamada, lo más seguro es que no fuera a colgar.

-De acuerdo ¿Dónde estás? –preguntó al fin.

-Pues he atravesado un puente sobre el Sena y ahora estoy ante un hospital con pinta de antiguo que se llama “Hôtel-Dieu” y en la acera de en frente hay una especie de mercado donde venden flores.

-Vale, estás en la “Île de la Cité”; quedemos en Saint-Michel –como sabía que conocía la ciudad entre poco y mal, me indicó sin necesidad que le preguntara yo –sigue caminando por esta acera en el sentido que ibas. Al poco te toparás con Nôtre-Dame a la izquierda; tú continua recto, cruza el primer puente que haya y una vez del otro lado, a la derecha y me esperas junto a una fuente monumental del arcángel San Miguel que está integrada en la fachada de un edificio, en la confluencia entre el boulevard Saint-Michel, la calle Danton y otro de los puentes de la isla del Sena. No tiene perdida y sino preguntas, que total vas a tener que esperarme un ratito, porque estoy en pijama.

-No importa, muchas gracias Sasha, nos vemos, un beso.

-Un beso.


Me guardé el móvil en el bolsillo, degustando la sensación de alivio que me subía desde lo más hondo del estómago, extendiéndose por todo el cuerpo.

Miré en frente. Vi la exuberancia de plantas tropicales, centros de mesa y ramos de rosas de cultivo y pensé, que ya que tenía tiempo, no esperaría con las manos vacías.


Por: Caro y El Exiliado del Mitreo

miércoles, 23 de noviembre de 2011

2.4 - Le Temps des Cerises




Le temps des cerises by Yves Montand on Grooveshark



-Tendrás hambre ¿no? –Y normal, porque no habíamos comido. Entramos en el museo sobre las doce y eran las siete cuando recién salidos del Louvre, atravesábamos el Jardín des Tuileries hacia Place de la Concorde, para tomar allí el metro.


-Pues la verdad es que sí. Me dio hambre a las dos, ya para y media, menos cuarto, se me pasó, pero ahora ha vuelto.

-Genial, porque conozco un sitio que va a gustarte.

-¿Y cómo sabes con tanta seguridad lo que me gusta? –preguntó con una sonrisa tratando de provocarme.

-Porque sí. Porque lo sé y punto –podría haberle respondido que porque llevaba una mañana entera observándole mientras le hablaba de medieval... que había visto la forma en que me miraba y había tenido que responder a sus preguntas; inteligentes, incisivas y que denotaban un interés sincero... todo un alumno aventajado, había que darle juego. 

Es cierto que el hecho de ser españoles en el extranjero ya era algo que nos unía, pero también era cierto que Ernesto tenía algo más. Había algo en él que me había llamado la atención desde que nos cruzáramos en la Place des Vosges... Quizás eran esos hoyuelos cuando sonreía, o esos movimientos torpes y ese aire inocente, o esa mirada directa a los ojos, que es tan rara encontrar en estos días, en los que la gente parece mirar solo fijamente el móvil –pero no sigo por ahí, porque me pongo moralista y no es la intención. 

Estaba segura de que mi móvil sonaría en algún momento de esa mañana, pero recibir aquella llamada, y además tan pronto, despertó en mí una alegría desmedida. Habíamos estado de copas hasta tarde, la noche anterior, y ya cuando estábamos volviendo a casa un poco borrachas, Ana empezó a preguntarme por él y a ponerse pesada, como cuando éramos adolescentes y salíamos los sábados, con la ansiedad de encontrarnos con el chico de turno que nos gustaba. Tal vez por eso me acosté pensando en él. Tal vez por eso su llamada esa mañana me hizo tanta ilusión. O tal vez no fue por eso... 

Llevaba bastante tiempo sin una “pareja estable”. Después de un fracaso amoroso, una gran desilusión de esas que no te dejan levantarte de la cama y te sumen en la peor de las miserias humanas, estaba muy desengañada de eso del amor. Claro que salía con hombres, pero o perdía el interés después del tercer polvo o me daba cuenta que valían más como amigos que como potenciales parejas frustradas.

Mi madre me decía que me iba a morir sola, si seguía viviendo de esta forma –léase sin cumplir el estereotipo de noviazgo-casamiento-hijos-hipoteca-esclavitud. Había aprendido con los años a hacer oídos sordos a ese tipo de comentarios. De esa forma nuestra comunicación se limitaba a un 80% de monólogos por su parte, que yo ya ni siquiera escuchaba, y a un 20% que se repartía en cotilleo banal sobre la familia y los vecinos, y de vez en cuando algo de política.

Mi padre jamás había tenido opinión propia o la tenía pero no se atrevía a expresarse por miedo a contradecir alguna de las ideas de su mujer. Había perdido así por completo su individualidad, resignándose a ser el anexo de otro ser que controlaba hasta sus sentimientos. Cuando de adolescente fui consciente de esto, traté de salvarlo, pero ya era tarde: la situación requería un cambio radical y mi padre no estaba dispuesto a dejarlo todo. En ese momento me prometí a mi misma nunca dejar de ser yo misma. 

Mientras caminábamos hacia el metro, atravesando aquel parque hermoso de las Tuileries, pensaba en que hacía tiempo que no me sentía tan a gusto con un hombre, y cuando le cogí la mano y él la sujetó fuerte, entrelazando sus dedos con los míos, sentí como me corría por dentro un entusiasmo que ya no recordaba. Vi como me miraba de reojo, tratando de percibir algún mensaje en mi rostro, en un intento de descifrar el impacto que aquel acto había tenido en mí. Le devolví una sonrisa, aunque pienso que un beso hubiese sido más representativo de mis intenciones. 

Luego de permanecer cogidos de la mano durante todo el trayecto -ni para el transbordo en Bastille nos soltamos, sólo nos separamos para comprar el billete y pasar los portones con torno, con los que infructuosamente tratan de evitar que la gente se cuele en el metro –emergimos en el 13ème arrondissement, en la estación de Place d’Italie, la salida del centro comercial, la que es diametralmente opuesta a la Maîrie du 13ºème. Le llevaba a uno de mis sitios favoritos, situado en uno de mis barrios favoritos. 

Caminamos por el boulevard de Auguste Blanqui, lo justo para llegar a la intersección con la calle de los 5 Diamands. La enfilamos a paso lento dando un paseo. Es una calle estrecha, de un solo sentido para el tráfico, con edificios no muy altos, de o tres plantas sobre el nivel de calle. El 13ºème es un barrio muy interesante, tal vez por ser muy contrastado. En esta zona en concreto, uno sentía la familiaridad de un pueblo o de una pequeña ciudad de provincias. Mientras paseábamos le contaba la historia de la Comuna de París de 1871, de cómo había tenido precisamente aquí su última resistencia y de que eso se respiraba en el peculiar ambiente del barrio. Dejamos atrás dos buenos restaurantes en la encrucijada con la callejuela Jonas, con la promesa de que al que le llevaba le iba a enamorar. La hablé de “Le Temps des Cerises”; la época de las cerezas; una canción de amor que se convirtió en el himno de la Comuna. Unos metros adelante, allí estaba; con el cierre echado, la tienda de la asociación de amigos de la Comuna de París. Recorrí en silencio el modesto escaparate y él conmigo. Mis ojos volaban de los pañuelos rojos que colgaban aquí y allá, a las tapas de los libros, hasta detenerse en una postal conmemorativa que todo indicaba que había sido en parte decorada a mano con tinta roja y negra.

-¡Mira, Ernesto, esta es Louise Michel! –le dije entusiasmada, como sabía que él no la conocía, continué -fue una educadora y escritora y desempeñó un importante papel durante la Comuna, sobre todo en lo relacionado con los derechos de la mujer. Después de la semana sangrienta, la deportaron un montón de años a Nueva Caledonia... –continué hablándole de ella, contándole batallitas, mientras la calle desembocaba en una pequeña plaza triangular en su intersección con la calle de la Butte-aux-Cailles, el verdadero corazón del lugar. Todo estaba como lo recordaba; la Brasserie “Le Diamand”, la poste, la pequeña librería, el restaurante de crêpes y gallettes bretón...y por supuesto; “Le Temps des Cerises”...

-Aquí es –dije satisfecha –este sitio es una cooperativa obrera de producción, los camareros son los dueños del restaurante y el fruto de su trabajo revierte solo en ellos.

-¡Tú! Qué rojilla eres, ¿no? –dijo riéndose.

-Un poquito –respondí simplemente, con un guiño de ojo –Ven. Vamos a entrar, que está libre el sitio que me gusta.Una mesita para dos en frente de la barra y con vistas a las calle. Se notaba que Ernesto estaba entusiasmado; más que eso, estaba como un niño con zapatos nuevos. Todo le llamaba la atención: el ambiente, los carteles, los platos del menú, el pequeño vaso de aperitif que nos tomamos mientras nos traían la comida, llamado “communard”- rojo como la sangre, elaborado a base de vinos. Pero sobretodo los camareros: su desparpajo, su buen humor, su falta total de elegancia y más que nada, que casi todos ellos me conocieran. Es lo que tiene el haber pasado siempre por ahí cuando estaba de visita en la ciudad.

Cuando salimos del restaurante, encendí un cigarrillo.

- ¿Cruzamos a tomarnos algo enfrente?

Respondió afirmando con la cabeza y con una sonrisa de alivio, ya que había sido yo la que había tomado la iniciativa de no darle fin a la velada. 

Terminé de fumar el pitillo delante de “Le Merle Moqueur”, no estaba muy lleno; aún era pronto...o tarde, siempre me costó habituarme a los horarios franceses. Le comenté que el nombre del bar era el siguiente verso de la canción después de “Le temps des cerises”. Una simbiosis perfecta. Nuestra velada había girado en torno a eso, a la canción, la Comuna, mi año de intercambio aquí en mi cuarto año de carrera... 

Entramos. Un ron con limón para él, yo mi habitual gin tonic. 

Mientras me preguntaba sobre alguna curiosidad de mi vida en París, le cogí del cuello y le besé. Deseaba sentir sus labios, desde que lo había visto esa mañana en la puerta del Louvre esperándome. Cuando separé mi boca de la suya, entonces fue él quien se acercó y me besó con la desesperación de la primera vez que se besan unos labios deseados. Su arrebato me descolocó y no pude evitar reírme

- ¿De qué te ríes?

- Nada, que simplemente no te imaginaba tan salvaje. Vienes todo el día mostrándome tu lado formal, y ahora te despachas con este beso... que me ha encantado, por cierto...

Se sonrojó y volví a besarle. Me apetecía sentirle cerca, recorrer su piel con mis labios, descubrir cada rincón de su cuerpo. Había despertado en mí la pasión ya olvidada del deseo más allá del sexo. No es que no quisiera follarlo una noche entera, es que me apetecía que me abrazara y me acariciara la cabeza mientras dormía. 

Mientras me hablaba sobre su único viaje anterior a París, en el que había estado una semana entera casi sin moverse de La Défense, yo pensaba en cómo terminaría esta noche.



Por: Caro y El Exiliado del Mitreo

miércoles, 16 de noviembre de 2011

2.3 – Spectrum

“¿Y qué debo hacer yo ahora?”


Hasta donde me alcanza la memoria, un espejo a presidido siempre los momentos cruciales de mi vida. Recuerdo que de chaval me pasaba a veces hasta una hora encerrado en el baño, exponiendo mis dudas ante el espejo. Si debía pedir salir a una o a otra, si era el momento adecuado o debía esperar. Si debía estudiar ciencias o letras, ingeniero o economista...

Mi madre pensaba que me masturbaba. No sé si preferiría eso, a saber que tenía un hijo que era casi incapaz de saber discernir claramente el sentido que debía tomar su vida...

Pasé una noche en vela delante del espejo de tocador que mis compañeros y yo rescatamos de un contenedor para instalarlo en mi piso de soltero. En toda la noche no fui capaz de discernir con claridad si debía casarme con Julia o no, así que pasé que se me fue la mañana ahí delante y solo accedí a levantarme del sitio cuando mis amigos me arrastraron hasta la mesa para comer.

Mi mejor amigo, mi padre, me dijo que hay cosas en la vida que uno debe hacerlas solo cuando no le cabe el menor resquicio de duda. Yo estaba seguro de ya no estar enamorado de ella, si es que alguna vez lo había estado, pero quién ha dicho que esa sea una condición necesaria para casarse, ni siquiera debería ser una condición suficiente; así le va a la gente, cuando se les acaba el amor, y el amor siempre se acaba, se dan de bruces con la hipoteca, los hijos y los problemas que plantea compartir tus bienes con otra persona.

La suya en cambio era una decisión meditada. Se llevaban bien y puede que no se amasen, pero se tenían cariño y en la cama funcionaban bien. Ambos tenían una solvencia económica que les permitiría comprarse fácilmente un chalet adosado o incluso un dúplex en algún pueblo del noroeste de Madrid, en torno a la carretera de la Coruña. Las Rozas o Pozuelo serían prohibitivos para ellos, pero en Majadahonda o Torrelodones era seguro que algo podrían encontrar a su alcance, todo era cuestión de buscar...

Julia era guapa, aunque no demasiado interesante. Lista sí, pero aburrida. No tenía inquietudes simplemente. No leía, tampoco le iba el cine, más allá de las comedias románticas y era una gran adicta a las series americanas, que muchas solo se diferencian de las telenovelas venezolanas, en que la acción sucede en Estados Unidos y los actores son americanos. Le gustaba viajar porque está de moda y siempre queda bien en conversaciones de oficina y en reuniones familiares, decir que has estado aquí o allá, pero el pozo que dejan esos viajes es poquito, poquito.

Pero él tampoco le daba mucha importancia a eso, nadie es perfecto, era buena persona que es lo importante, tal vez un poco adicta a los cotilleos y las conversaciones banales de oficina, pero bueno, le quería y estaba como loca por casarse con él después de dos años de novios.


“Creo que no podía haber persona para mí más idónea que ella, al menos, no había dado con ella aún y tampoco me apetecía mucho andar buscándola con la edad que ya tenía. Era momento de pensar en sentar la cabeza y...”

Y ahí estaba aquella mañana en París. Otra vez delante de un espejo y sin comprender muy bien, las circunstancias que me habían llevado a rememorar las reflexiones que guiaron en su día la decisión de casarme con Julia, hacía ya dos años y medio.

Ahora no era cuestión de eso, no lo era en absoluto, solo era cuestión de saber si debía llamar a la chica que conocí anoche o no. Y aún así, ¿Donde estaba la duda?, por supuesto que debía hacerlo, ¿Qué podía haber de malo en darse una vuelta por París con una compatriota? ¡Además era pintora! París rebosaba arte, es una ciudad que lo exuda por todos sus poros, como si fuese su propio olor corporal. Tener la oportunidad de conocer un poco más la ciudad en compañía de una artista, era todo un privilegio.

Una pintora con nombre de zarina...


Miré la tarjeta que me dio al despedirnos. Me la había sacado del bolsillo nada más llegar a mi habitación en el hotel. La había encajado en una esquina del espejo; en el resquicio entre la luna y el marco. De este modo, sería casi la primera cosa que viera al levantarme, así no se me olvidaría... que precaución más tonta...

La hice girar lentamente entre mis dedos, observándola con detenimiento. Era un ejercicio que hasta entonces no había realizado.

Muy bonita, desde luego que sí. Nada que ver con el típico trabajo hecho según un modelo estándar.

“Sasha Nogueira”. Y nada más. Bueno sí, una página Web, una dirección email y un número de teléfono. Se suponía que si esta tarjeta llegaba hasta tus manos, sobraban el resto de explicaciones.

Me gustaba. Paladeaba la idea y encajaba perfectamente con la imagen que me había formado de ella en el rato que habíamos estado charlando. Semejante atrevimiento... como cuando me había hecho prometerle que la llamaría al día siguiente.

Pues ahí estaba él, recién levantado, y jugueteando con su tarjetita entre los dedos.

Levanté la vista y me vi sonriendo frente al espejo. Ahora estaba claro; tenía que llamarla.


-¿Sí?

-¿Sasha? Hola... soy...Ernesto –Podía notar yo mismo la inseguridad en mi voz ¿Porqué me estaba poniendo tan nervioso?

-Hola guapo no te esperaba tan pronto –dijo riéndose –Me pillas recién levantada y con una resaca bastante fea.

-Si quiere te llamo más tarde... –argullí ahora aún nervioso.

-No, no, está bien, con agua y un poquito de ibuprofeno estaré como nueva. Esta no es la primera resaca que he pasado... aunque siempre deseo que sea la última.

-Te llamaba porque aún voy a estar un par de días aquí y...

-Y no puedes pasarte sin verme ¿Verdad? –Volvió a reírse, este diablo de mujer estaba por volverme loco, pero en realidad me contagió su risa y empecé a sentirme más seguro.

-Ya que tengo el privilegio de conocer a una artista de prestigio internacional como tú, tengo que aprovechar ¿no?

Así estuvimos un buen rato bromeando distendidamente y pese a que no solía ser así, ella consiguió que me consiguiera sentir cómodo hablando por teléfono.

Me dijo que ella tampoco tenía mucho que hacer estos días, así que tendríamos mucho tiempo para visitar la ciudad, que ella me enseñaría el París que no viene en las guías y que así tendríamos mucho tiempo para hablar de nosotros e irnos conociendo.

Cuando le hablé de mi compañero, de que a lo mejor podría acompañarnos, creo recordar que su respuesta fue algo parecido a que plantara un bosque y se perdiera en él. Me hizo reír bastante y me sentí curiosamente feliz por esa respuesta.

Entonces hablamos de lo que íbamos a hacer. Que ella iba ahora a desayunar y que cuando se le pasase un poco la resaca, me llamaría para concretar la hora. Pero que yo estuviese listo para salir; que íbamos a ir al Louvre, y que iba a explicarme las secciones de arte medieval, como no se me lo habían explicado nunca.

Me sorprendió que una artista que realizara arte abstracto, fuera experta en arte de la Edad Media...

-Es que tú nunca has conocido a alguien como yo, chaval –fue su respuesta y es muy posible que tuviera razón.

Tras eso nos despedimos.

Colgué y me quedé un rato mirando al teléfono. De reojo me vi en el espejo. Ya estaba sonriendo otra vez, lo peor es que sentía como todo mi ser era sacudido por una emoción extraña.

Entonces empecé a pensar, que sí que había razones para preocuparse.


Por: Caro y El Exiliado del Mitreo

viernes, 11 de noviembre de 2011

2.2 – Place des Vosges

Después de más de una hora de presentaciones y charlas no demasiado substanciosas, con personas de las que al instante no era capaz ni de recordar por qué letra empezaba su nombre, salí de la galería a fumarme un cigarrillo. Necesitaba un respiro, demonios, me agobiaba tanta gente y más tener que hablar con ellos en francés. Me desenvolvía bien en esa lengua, pero la falta de costumbre hacía que me resultara agotador.

Me apoyé en uno de los soportales que había frente al escaparate y encendí un pitillo. A mi alrededor la plaza ya estaba casi desierta. Caída la tarde, las rejas que daban entrada al parque interior estaban ya cerradas y solo se veía a pasar a transeúntes ocasionales; simples curiosos o personas que salían del restaurante que había en otro de los lados de la plaza.



Ana salió a hablar conmigo un ratito, pero enseguida volvió dentro para no perderse ni un instante de ser el centro de atención. Era evidente que se sentía mucho más a gusto en ese tipo de eventos que yo. Pero este viaje a París había sido totalmente improvisado y en eso ella llevaba la mayor. Así que solo podía estarle agradecida, pese a su afán de destacar en todo momento.

Ana era una vieja amiga, nos conocíamos casi desde la guardería. Vivía allí desde hacía ya algunos años. Su marido era francés. Le gustaba mucho el arte, compartíamos desde siempre esa afición, aunque solo yo había osado traspasar la barrera y atreverme con los pinceles y los carboncillos. El caso es que ella se movía por el mundillo de los artistas y los galeristas, gracias a los contactos de su marido. Y esto, como era lógico, le había permitido conocer gente bastante influyente en el medio. 

Un día me llamó diciendo que a una conocida suya, dueña de una galería, se le había caído por sorpresa su próxima exposición y que ella se había tomando la libertad de pasarle mi página Web para que viera mis obras. Al parecer, la francesa estaba entusiasmada con mi trabajo y enseguida se puso en contacto conmigo.

Ya de estudiante había comenzado a exponer, primero en bares o centros culturales, después en algunas galerías, dentro y fuera de Madrid, pero siempre de forma circunstancial y desde luego, nunca en el extranjero. Pensar en exponer en una galería en la Place des Vosges era algo digno del mejor de mis sueño.



En dos días habíamos concretado las obras que íbamos a presentar, había gestionado unos días de permiso en el instituto y un reemplazo para las tutorías de medieval. 

Lo del vuelo fue un engorro, porque nunca había trasladado mis trabajos por avión, pero al final los cuadros y yo llegamos a tiempo y en buen estado a París, con tiempo justo para tenerlo todo a punto. 

La mañana del miércoles transcurrió en el montaje de la exposición con la curadora. Era un local de dos plantas. La exposición en la planta baja; una sala con paredes diáfanas y amplios escaparates. La obra más importante fue destinada a la pared del fondo, por ser lo primero que verían los transeúntes a través del escaparate. El resto fueron colocadas en las paredes laterales, según el consejo de la galerista -aunque sinceramente nunca entendí la lógica y me pareció un orden apropiado, pero perfectamente aleatorio.


Habíamos comido estupendamente en un bistrot del Marais las tres, por cortesía de Cécile, que así es como se llamaba la dueña del sitio. Era una mujer elegante, refinada y atractiva, pese a que rondaría ya cincuenta y pico. Ana me había contado, que de joven fue modelo, había seducido a un político, diputado de L’Assemblée Générale, se casaron después de un tumultuoso y mediático divorcio, habían tenido dos hijos, y las malas lenguas decían, que él le había comprado una galería para que se entretuviese. En fin, la típica historia de la mujer guapa y el hombre rico. Una de tantas.



El resto de la tarde, me dediqué a pasear por París sin patria ni destino... necesitaba encontrar el estado mental adecuado para enfrentarme a los retos de esta tarde-noche. Así que cuando cada una se fue a atender sus asuntos, caminé hasta dar con el borde del Sena, me senté en el Pont des Arts a escuchar a un violonchelista tocar las suites de Bach, me perdí en el Quartier Latin y cuando empezaba a agonizar la tarde, volví a casa de Ana, para arreglarme un poco e ir juntas al vernissage. 



En la puesta de la galería ya había gente que nos esperaba para que diera comienzo la inauguración. Los franceses tenían todos ese vicio; siempre llegaban pronto a los sitios...

La verdad me sentía feliz y bastante halagada, pero en parte tenía la sensación de que aquella era una realidad que me era impropia. Ver mis obras como el centro de atención de franceses chics me generaba sentimientos encontrados. Ser el foco de la hipocresía de los “burgueses bohemios” -como solía llamarlos Ana -me repugnaba un poco. Sin embargo, los halagos -reales o fingidos, poco importa -eran lo de menos, lo fundamental es que la suerte me había dado la oportunidad de exponer en una de las mecas europeas del arte.



Fumaba pensando en porque me costaba tanto enseñar mis trabajos, en porqué estos actos públicos y estas puestas de largo me parecían casi una prostitución, mientras que había cientos de artista que matarían por que se les presentara una ocasión así; cuando me trajeron de vuelta a la realidad unos pasos que se acercaban hasta donde yo meditaba en silencio. Era un hombre joven, de mi misma edad o poco mayor; caminaba mirando los escaparates con la curiosidad y ese aire maravillado de los niños pequeños. Creo que ni siquiera se había percatado de mi presencia hasta que estuvimos al lado. Quizás él también andaba perdido en sus pensamientos. Se detuvo en seco, como volviendo él también al presente, y levantó la vista. 



Lo saludé en francés. Me devolvió el saludo. Por esas vocales demasiado abiertas y esa erre demasiado áspera, supe enseguida que era español, el resto de la conversación no hizo sino confirmármelo. De todas formas, continué en francés.

- Veux tu y entrer? C’est un vernissage.

Asumí que había entendido mi invitación por el contexto y por el ademán que hice con la mano, sin embargo él permaneció inmóvil, con un aire de completa indefensión que me hizo mucha gracia. Como sonrió con timidez y permaneció callado, yo seguí:

- Je t’invite. Viens! On prend un verre ensemble et tu me racontes ta vie. Si tu ne veux pas dire la vérité, tu inventes une histoire sur ton passé où tu es le prince d’un royaume lontain et inconnu qui est venu chercher sa bien-aimée.

Sabía que no entendía ni palabra de lo que estaba diciendo y yo me estaba divirtiendo bastante teniendo el control. Exponerlo a la vergüenza de la incomprensión, jugar con aquel desconocido de labios pequeños y mirada retraída me estaba alegrando la tarde.


Entonces volvió a sonreír y entró al fin a la galería.

Machaqué el cigarrillo con la punta del botín y entré tras él, a ese mundo extraño del otro lado del cristal. Pero Ana enseguida me agarró del brazo separándome de él, para seguir la ronda de presentaciones infinitas “Sasha, tienes que conocer al tío éste, está súper interesado en aquel cuadro...”

Mientras recibía los cumplidos correspondientes por parte de un francés canoso y seductor, buscaba con la mirada a aquel español desconocido. 

Tenía un aspecto serio y vestía muy formal, lo que contrastaba con el aire infantil que conservaba en su rostro. Le observaba de soslayo deteniéndose en cada obra, observando cada detalle. Estaba segura de que se hacía mil preguntas, que trataba de comprenderlo todo, que intentaba racionalizar cada trazo, cada matiz...  

Me miró de reojo y nuestras miradas se cruzaron. Fueron solo unos segundos y enseguida volví a la vista a Ana y a los franceses de turno y continuamos departiendo.

En cuanto me dieron un respiro, me acercó una copa de vino.

-Felicitaciones Sasha, veo que eres española y además toda una artista.

-Muchas gracias, no es para tanto y por cierto perdona la bromita de antes –me disculpé riendo – pero ponías unas caras que eran todo un poema.

-Ya, es que ya te habrás dado cuanta que de francés sé poquito. Hola, Adiós, gracias y algunas cosillas más y bueno, lo entiendo más o menos, sobretodo por escrito, por semejanza con el español, pero tampoco te creas.

-Luego deduzco que no vives aquí ¿Estás en París por negocios o por placer?

-Por negocios.

-A sí ¿Y qué haces?

-Cosas mucho menos interesantes de las que haces tú.

Me pareció que aquel era el primer halago sincero de la noche, lo que unido esa modesta reticencia a hablar de sí mismo, me convenció de que no perdía el tiempo conversando un poco más con él.

Se quedó hasta el cierre y cuando se resistió a acompañarnos a Ana y a mí a tomar una copa, para festejar que había vendido un par de cuadros, le obligué a jurarme que me llamaría mañana, mientras le deslizaba una tarjeta mía, en uno de los bolsillos de su camisa.

Y lo creáis o no, aunque durante la conversación había recuperado ya el aplomo y fue ingenioso a la par que discretamente galante, cuando le hice jurar esto, se le puso colorada hasta la raíz del pelo.



Por: Caro y El Exiliado del Mitreo

viernes, 4 de noviembre de 2011

2.1 – L’Étoile Manquante

Hay días así. Malos días. 

Mi abuelita diría que este es uno de esos días en los que más vale no levantarse de la cama. 

¿Por qué siempre le habré hecho tan poco caso a mi abuelita? 



Esta mañana, en La Défense se habían reído de nosotros de forma descarada. Habían tenido el cuajo de hacer que nos desplazáramos desde Madrid para nada. Simple y llanamente, nos habían utilizado como acicate para arrastrar a la baja la oferta los chinos, de modo que cuando nos recibieron, ya estaba todo el pescado vendido –sí, esa es otra expresión de mi abuelita –así que nos habíamos vuelto casi como habíamos venido, sin que apenas hubiesen prestado atención a lo que teníamos que decir. 

Bueno, bueno, y cuando llamamos a nuestro superior…creo que los gritos nos llegaban desde Madrid casi sin la intermediación del auricular… 



-Mira Ernesto, no me calientes los cascos, que yo estaba allí contigo. Se han servido de nosotros para hacerle la cama a los chinos. Sí. ¿Y qué? Míralo por el lado bueno, por lo menos no nos han hecho la cama a nosotros –este que me interrumpe con tan poca delicadeza es Fernando, mi colega y amigo; un tío de puta madre; y joder, lo que daría por ser tan flemático como él –Y lo que es mejor aún, todavía nos quedan dos días de todo incluido en París por cortesía de la empresa. Para que “prosigamos con nuestras gestiones”… visitando la ciudad – Con esa cara de pillo, guiño incluido, no se puede hacer otra cosa que reír. Y veréis, eso hago. 



Aunque solo un instante, porque enseguida se me vuelve a poner cara de funeral, como suele decir mi compañero… Es que este es un mal día, como había empezado diciéndoos. Un día de mierda. Y el negocio fallido de la mañana es solo una cosa más a añadir al montón... 

-Perdona tío, es que hoy estoy bastante quemado. 

-¿Y qué te pasa? –Fernando me miraba con interés por encima de su taza de café, lo que no le impedía echar vistazos fugaces a la gente que pasaba por la calle. Nos habíamos sentado en un café de la rue Vieille-du-Temple, situado justo en frente de la desembocadura de la calle Sainte-Croix de la Bretonnerie. 

La calle está llena de encanto como todo el Marais. Estrecha, aunque de edificios no muy altos como es habitual en esta ciudad. Un solo carril para el tráfico de un solo sentido y sin banda de aparcamientos. Unas exiguas aceras, a lado y lado, protegidas con pivotes de fundición para evitar que se suban los coches. 

“L’Étoile Manquante” es un pequeño café, con un espíritu propio, aunque a mí me conquistó solo con su nombre. La Estrella Ausente. Que nombre más grande. La terraza es minúscula. A penas una hilera de mesitas frente al ventanal y a los lados de la puerta. Mesitas que son apenas uno veladores con una silla de bambú a cada lado, en un estilo muy parisino, por otro lado. Y para qué más, me dije cuando nos sentamos a tomar un café, para qué más… 



-Veeenga, dime –como me he quedado callado, pensando un poco en todo y a la vez en nada, él insiste y yo al fin, me desbordo como una rambla. 

-Pues lo de siempre, tío, esa sensación que tengo a veces de estar haciendo el idiota con mi vida. No sé, es difícil de explicar, es como una angustia que no me abandona nunca, que está siempre ahí. Como una sensación de perpetua disconformidad –Fernando sigue en silencio mi torrente de palabras, mientras sigue dando pequeños sorbos a su café –Hago las cosas porque tengo que hacerlas, porque me disciplino a ello, sigo una rutina y punto, pero no las siento. Es como si me sintiera vacío, hueco por dentro… –cogí aire y continué –creo que la imagen que mejor lo expresa, es que a ratos tengo la sensación de verme desde fuera de mi cuerpo, como si fuese otra persona la que hace las cosas, la que vive mi vida como un autómata… 

Fernando mira a su taza casi vacía y se rebulle en el asiento cambiando de postura. 

-No sé si me explico –adelanto. 

-Sí, creo que te entiendo. 

-¿Y tú qué opinas? Tal vez sea una característica en mí el ponerme metas irrealizables, no lo sé, pero lo cierto es que tengo siempre tendencia a complicarme la vida más de la cuenta. 

-La vida de por sí es complicada, Ernesto. No veo nada de malo en que te hagas preguntas. 

-¿Y las respuestas? Creo que cada vez tengo las cosas menos claras. Me siento cada vez más confundido –menuda tabarra le estoy dando al pobre Fernando, pero ahora que empezado no puedo parar –Muchas veces desde hace algunos años me asalta la idea de desaparecer, de borrarme… 

-¿De morirte? 

-No, de morirme no; de largarme de aquí, de irme, dejarlo todo atrás y empezar una nueva vida donde nadie me conozca. Ser por ejemplo un estibador en Belfast, hacerme guarda forestal en el Pirineo, o esquilador de ovejas. 

-¡Ja! Rapar ovejas, mira que tienes imaginación, a mí ese curro nunca se me hubiese pasado por la cabeza. 

-Nando, por favor, no te cachondees que estoy hablando en serio –aunque me resulta imposible no sonreír. 

-Sí, sí, si tiene que ser bonito eso de rapar ovejas. Bonito, bonito e interesante –a ironías es difícil ganarle. 

-Para el caso es lo mismo, a mí me va bien; es que me siento jodidamente agobiado. Siento que se me van cerrando puertas, que cada vez tengo menos posibilidad de decidir cómo va a ser mi vida. Siento que esto se me va de las manos sin remedio... 



Nos estamos en silencio un instante. Sorbo a sorbo, nuestras tazas ya casi están vacías. Fernando sonríe, así que al fin le pregunto. 

-Tío, ¿A que estoy para que me aten? 

-Tú y yo ¿Y quién no? -Seguía sonriendo aunque sus ojos estaban serios -La verdad, me parece muy razonable lo que te pasa. Creo que deberíamos hablarlo otro día más frescos, así no lo verías todos tan negro. 

-Sí, es cierto que ahora necesito desconectar un poco. 

-¡Estupendo!, porque al pasar he visto un par de sitios que me han gustado bastante en la calle de allá en frente. 

-Fernando ¿Y qué voy a hacer yo en un bar de ambiente? –le respondo riendo. Porque no lo he dicho, pero Fernando es gay. En la empresa es algo que solo sabemos nuestra secretaria y yo...oficialmente, porque cuando se le conoce lo suficiente es difícil no darse cuenta. 

-Ah yo que sé, a lo mejor eso ayuda a tu yo verdadero a salir. 

-¡Anda, golfo! Que nos conocemos y ya me estás queriendo liar con tus rollos –me río a carcajadas mientras le palmeo la espalda. 

Seguimos bromeando aún algunos minutos, hasta que nos damos definitivamente el hasta mañana. Él cruza la calle hacia rue Sainte-Croix y yo continúo acera arriba rue Vieille-du-Temple. 

Lo cierto es que me apetece pasear y eso hago. Caminar sin ningún objeto ni destino concreto. Solo eso; caminar. 

Así, errando, tomo la segunda a la derecha; rue des Francs-Bougeois. Dejo atrás la biblioteca histórica de la villa de París y las impresionantes rejas del Musée Carnavalet. Cruzo la rue de Sevigné, la rue de Turenne, y casi sin darme cuenta acabo desembocando en una plaza amplia, rodeada de edificios de dos alturas y áticos abuhardillados. Hay un parque bordeado por un reja en el centro, estatua y grupo de árboles incluido, y entre este y los edificios, una calle que sigue el contorno de la plaza. 

La curiosidad me impulsa a buscar una placa y cuando la encuentro leo “Place des Vosges” y me pongo a pensar de qué me suena ese nombre o de qué debería sonarme. Sé que nunca había estado aquí en anteriores ocasiones, pero ese nombre me trae el recuerdo de viejas lecturas o de frases hilvanadas al vuelo antes de que se las llevara el viento. Al fin caigo, ese nombre me suena, porque en esta plaza está la casa de Víctor Hugo, el autor de los Miserables, entre otros, porque este tío es una de las mayores figuras de la literatura francesa… 

Pero es penetrar en la galería porticada, para darme cuenta enseguida, de que si la plaza es célebre, no es solo porque viviera aquí el famoso escritor, sino porque salvo algún restaurante que otro, los bajos comerciales son todos galerías de arte. 

Y no puedo hacer otra cosa que maravillarme como un crío, escaparate tras escaparate. Por primera vez en todo el día empiezo a sentirme bien y va penetrando poco a poco en mí la sensación, de que mi suerte está a punto de cambiar.



Por: Caro y El Exiliado del Mitreo